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El nuevo rostro de «Lilith»

Jesús Castañer
Imagen de cabecera

Publicado originalmente en Scherzo

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Hace apenas unos años, todavía podía encontrarse en la red un vídeo en el que un jovencísimo Francisco Coll contaba a cámara, visiblemente entusiasmado por la conversación, lo mucho que le fascinaba la lascivia expresiva que percibía en las grandes piezas polifónicas litúrgicas de Tomás Luis de Victoria. Las fricciones eróticas entre lo sagrado y lo sexual —o la unidad secreta entre las pasiones inconfesables del voluptuoso y la santa, siguiendo a Bataille— pueden rastrearse sin dificultad a lo largo y ancho de nuestras tradiciones culturales y artísticas, del mismo modo que atraviesan, de forma cada vez más explícita, los trabajos del propio Coll, quien ha terminado por hacer de esta suerte de «contrapunto erótico» uno de los ejes vertebradores de su universo estético. No sorprende, entonces, que Lilith cristalice dichas tensiones con especial fecundidad. La impresionante nueva versión de la obra, fruto de un encargo conjunto de la OSPA y la Sinfónica de Toronto, expande la versión original de 2019 de un solo movimiento a un total de tres —todos ellos de duración generosa y con una carga narrativa inusualmente programática—, convirtiéndose en el primer gran trabajo sinfónico del compositor valenciano desde Mural, esto es, en toda una década.

Al igual que su predecesora, la nueva Lilith se cimienta sobre una compleja dialéctica de luces y sombras, entre grandes densidades orquestales y delicadas transparencias tímbricas y contrapuntísticas. Desde los primeros compases —y casi como reflejo del carácter explícitamente nocturno del tercer movimiento, que es donde Coll recicla la mayor parte del material de partida—, Lilith despliega una hermosa escritura polifónica de líneas melódicas largas y prominentes, construida sobre una cadencialidad armónica desvergonzadamente familiar que parece emular las inflexiones vocales del canto y la respiración humana, muy en la línea de piezas como Cantos o Stella. Pero en Lilith la belleza, por excesiva y desbordante, conduce en última instancia a su contrario. Así, en el segundo movimiento, de manera muy contrastante, regresa una de las obsesiones recientes del autor: el vals macabro. Lo notable de este vals en particular es que, pese a los continuos quiebres grotescos a los que, como de costumbre, es sometido —nótese su vaivén antinatural o su acompañamiento por momentos deliberadamente desmesurado—, Coll lo presenta de forma íntegra como lo que es: un vals, sin maquillar, sin ninguna clase de distanciamiento irónico, es decir, sin necesidad de entrecomillarlo de ningún modo. Se trata de un gesto que difiere del tratamiento que había dado a esta forma en obras como Mural o su más reciente Concierto para violonchelo, y que evidencia una relación cada vez más libre y desprejuiciada con las formas heredadas, a las que ya no necesita subrayar o desfigurar para poder afirmarlas como propias. La luminosa triada mayor con la que finaliza Euphoria —la última parte de Lilith—, tras una especie de «paraíso artificial» orgiástico de ritmos eléctricos y armonías distorsionadas microtonalmente, recuerda en cierto modo al inquietante final de su ópera Café Kafka: el acorde queda suspendido por unos instantes antes de extinguirse sin ofrecer una conclusión clara, tal y como la silueta de Gracchus, a bordo de su barca, acaba siendo engullida en la distancia por la niebla espesa de la noche.

La interpretación de la OSPA, bajo la dirección de Nuno Coelho, fue a la vez entregada y comedida, rica en matices y sostenida por un control ejemplar de los diferentes rangos dinámicos. Es cierto que la sequedad acústica del Teatro Jovellanos de Gijón restó algo de proyección al sonido, que a menudo parecía quedar demasiado recogido dentro del escenario. Pero tal vez pueda decirse que esa misma condición favoreció una escucha más próxima y transparente de las costuras contrapuntísticas de Las ofrendas olvidadas de Messiaen y de algunas de las estructuras rítmicas más angulosas de Lilith. En Oviedo, por el contrario, la acústica más húmeda del Auditorio Príncipe Felipe permitió que la música creciera adecuadamente en los momentos que requerían mayor amplitud, notablemente en los movimientos exteriores de Lilith y en varios pasajes de la Sinfonía fantástica de Berlioz. No obstante, también allí Coelho evitó cualquier tentación de grandilocuencia fácil y condujo con cierta sobriedad un programa que, hay que decirlo, estaba exquisitamente concebido de principio a fin. La uniformidad y la coherencia con las que fueron entretejidos los tres títulos resultaron sumamente atractivas, pues hicieron patentes las resonancias cruzadas que existen entre ellos, particularmente en sus motivos: la belleza idealizada, la seducción y el juego erótico de la danza —también el vals está presente en la Sinfonía fantástica—, el exceso y el pecado, la embriaguez extática —del trance místico de Las ofrendas a los opiáceos empleados por Berlioz o las drogas de club en Euphoria—, el delirio, el colapso y, finalmente, la disolución en la nada.