jesuscastaner.com

Francisco Coll: «El arte, o la música, es una cosa y su contrario»

Jesús Castañer
Imagen de cabecera

Publicado originalmente en Scherzo

Compartir en:

La personalidad de Francisco Coll (Valencia, 1985) –alguien generalmente discreto y mesurado, incluso tímido en el trato– puede resultar tan sorprendentemente intensa y compleja como las páginas de sus obras, también llenas de contrastes, fricciones y paradojas. El mes pasado, el sello Challenge Records reunió en un álbum monográfico una selección de sus piezas de cámara y para ensemble, incluyendo muestras tanto de los inicios de su trayectoria –con títulos como Piedras (2009/10), para conjunto de quince músicos, o su trío para flauta, viola y guitarra …de voz aceitunada (2010, rev. ’23)– cuanto de su producción más reciente –como es el caso de su concertino para oboe y ensemble Taleas oblicuas (2023), escrito para Christopher Bouwman y estrenado hace dos años en Madrid–. Todas ellas se grababan entonces por primera vez. Con la excusa de este lanzamiento, hemos mantenido una conversación telefónica en torno a la complejidad técnica y expresiva de su música.


¿Qué está escribiendo ahora mismo?

Estoy escribiendo un concierto para piano para Kirill Gerstein. En realidad, el primer boceto, que hago siempre, lo tengo ya acabado desde hace bastante tiempo, posiblemente desde hace más de un año y medio. Ahora estoy perfilando todo.

Esta manera de trabajar contrasta con la de sus inicios, ¿no? Si no recuerdo mal, me contó que su ópera Café Kafka la terminó en cosa de un mes. Y otras muchas de sus obras primerizas, como Piedras o …de voz aceitunada, también tuvieron una escritura muy rápida, casi automática. En cambio, ahora parece que sedimenta mucho más su trabajo.

La principal diferencia es que Piedras o Café Kafka son casi lo que hoy consideraría el primer boceto. Al principio de mi veintena estaba obsesionado con el vacío y solamente lo hueco me interesaba. Las armonías huecas, las estructuras espaciadas, los ritmos cóncavos… Todo eso me fascinaba. Por eso, digamos que aquellas primeras versiones ya me servían. Sucedía todo muy rápido. Hoy, por el contrario, puedo pasar varios años con una misma obra. Además, en aquel momento, que yo era un joven compositor principiante, no estaba nada seguro de si sería capaz de terminar las obras que empezaba. Hasta entonces había empezado muchas, pero no había conseguido terminarlas. Con que me salieran, ya era un éxito. Fue hacia el final de mi adolescencia —después de escribir Aqua Cinerea— cuando esto empezó a cambiar.

En sus inicios tenía muy presente la idea de introducir lo espontáneo y lo accidental en el proceso creativo. ¿Ha cambiado algo con respecto a eso?

En realidad, sigo componiendo un poco a ciegas. Es sólo que ahora, con el pasar de los años, siento cierta confianza en que, a pesar de todo el caos y la incertidumbre iniciales, al final la obra acabará sucediendo. Pero no deja de ser una especie de fe. Con «caos» no me refiero al caos estético resultante en la obra —que, por otra parte, también me interesa—, sino al caos de antes de que haya obra. Antes de que haya obra, no hay nada. Hay caos. Oscuridad. Y a través de un proceso que incluye principalmente la insistencia [ríe], la obra va apareciendo y formándose. Pero al principio es una pulsión, es una fuerza desordenada. Y después hay, eso sí, una especie de actividad de síntesis o, digamos, una criba que, guiada por la intuición y procesada a través del método, hace que la obra, al final, suceda. En el fondo, todo esto tiene que ver con que yo necesito estar estimulado cuando compongo. Y para continuar en ese estado durante todo el proceso, necesito sorprenderme a mí mismo. Necesito que aparezcan ideas o elementos que no me había planteado desde el principio o incluso, como bien dice, que sean accidentales, que no deberían estar ahí. Cuando aparecen, las valoro y, en ocasiones, dejo que se queden. Es realmente fortuito. Digamos que acepto ese margen donde el azar y lo inesperado emerge en la superficie. Luego es verdad que esta manera de afrontar la composición ha terminado por convertirse en mi proceso, de tal modo que los accidentes son para mí una herramienta más. Quiero decir que no es algo que no me espere. Sé que va a haber un accidente y yo estoy a la expectativa de que suceda. Además, esto entronca con algo que he tenido y sigo teniendo muy presente desde el principio, que es ser honesto con lo que escribo. Obviamente, no es suficiente con ser honesto. Pero sí creo que es fundamental como punto de partida. Después va uno ampliando su campo de batalla, o va simplificándolo y deshaciéndose de cosas que considera o bien innecesarias, o bien que ya ha explorado lo suficiente.

En Taleas oblicuas, por ejemplo, existe claramente ese ejercicio posterior de simplificación del que habla. Sin embargo, el resultado, curiosamente, como mínimo a nivel técnico, es bastante más complejo que, por ejemplo, el de Piedras o Liquid Symmetries, ¿no cree?

En realidad no es paradójico, ¿no? Porque simplificar algo es, a su vez, «complejizarlo». Yo siento una atracción por lo complejo, eso está claro. Además, es como muy natural para mí. Lo que quiero decir es que no entiendo cómo podría no sentir una atracción por lo complejo. Pero también me interesa esa depuración y simplificación de la música que escribo. Digamos que lo que estaría en juego es la complejidad de la simplificación. Es un poco como aquello que decía Kundera. Él hablaba de sus libros. Pues, en mi caso, yo trato de que mis obras sean difíciles de escribir y fáciles de escuchar, porque lo contrario –fáciles de escribir y difíciles de escuchar– no me interesa.

Bueno, y difíciles de tocar también, ¿no? Porque la escritura de Taleas es… yo diría limítrofe.

Sí, es extrema. Bueno, tal vez sea porque me interesa mucho esta idea de que a día de hoy parece que sólo los extremos importan. Cuando veo lo que sucede en el mundo, lo percibo todo como muy extremo, muy excesivo. Sea lo que sea. Cuando habla en concreto de la complejidad técnica, sí que es verdad –lo confieso– que a veces se me va la mano y ya está, no hay más historias. No hay una filosofía detrás de que se me vaya la mano [ríe]. Lo que sí me gustaría decir es que lo que me interesa del virtuosismo es que no suene, por ejemplo, a virtuosismo del siglo XIX, sino a virtuosismo del siglo XXI. Y el virtuosismo del siglo XXI es un virtuosismo extremo. Es un virtuosismo que tiene que hablar el lenguaje de nuestra época actual, creo yo. No tiene mucho sentido que sea un virtuosismo, digamos, a lo Paganini, que escribió páginas imposibles que entonces solamente él era capaz de tocar, pero que actualmente, sin embargo, los alumnos de último curso de conservatorio programan continuamente. Tal vez el virtuosismo actual sea menos efectista y se centre en mostrar una complejidad excesiva. Sería un virtuosismo profundo y complejo. Por otro lado, en una era que parece poner al límite a sus ciudadanos, la idea de poner al límite a mis intérpretes me atrae. Sobre todo a los solistas.

Claro, es que precisamente lo que me llama la atención de ese virtuosismo o, más generalmente, de cómo se manifiesta, en su música más reciente, esa suerte de poética de los extremos es que, al estar en diálogo con esta otra tendencia –casi opuesta– hacia ciertas formas de simplicidad, se crea un contexto que posee una carga emocional muy intensa y particular; muy profunda y, también, muy compleja.

Bueno, dentro de lo que entendemos por complejidad entran muchos aspectos, efectivamente. Pero, en realidad, son dos aspectos –la complejidad técnica y la expresiva o emocional– que se necesitan mutuamente, ¿verdad? Podemos diferenciarlos, pero en el fondo son muy complementarios. Una cosa que me señaló en su día Patricia Kopatchinskaja y que después me han dicho ya varias personas más –Christopher Bouwman, sin ir más lejos, con Taleas oblicuas, pero también Pablo Hernán, del Trío Isimsiz, o incluso Kirill Gerstein hace poco, cuando estrenó mis Valses– es que, una vez superada la complejidad técnica de mi música, lo que realmente es difícil es lidiar con la complejidad emocional. Cuando escribí el Concierto para violín, Patricia me decía que acababa, a nivel psicológico, agotada. Que la tendinitis del brazo era lo de menos comparado con cómo acababa a nivel mental. Y eso me gusta. No que acabe mal a nivel mental ni con tendinitis, evidentemente [ríe], pero sí el hecho de que llegue a ese nivel en el cual la música llega a afectar a la psique con tanta intensidad. Principalmente porque a mí también me pasa cuando compongo. Me afecta mucho. Cuando salgo de mi estudio después de pasar varias horas componiendo, estoy alterado, nervioso; no estoy tranquilo. Componer puede llegar a ser algo muy complejo, que te empuja al límite. Al mismo tiempo, como dijo Cioran, escribir también es un alivio extraordinario. Y supongo que todo eso queda. Queda como los vestigios de lo que he estado haciendo. Y si eso es lo que siente después el intérprete, yo creo que es porque ha profundizado y ha entendido bien el texto de la partitura. Al final, lo que realiza el intérprete es el trayecto inverso al del compositor: el compositor parte desde la nada, del caos, y llega a la partitura, mientras que lo que recibe el intérprete es esa partitura, y tiene que hacer el movimiento contrario para llegar a esa… esencia, digamos.

Habiendo escuchado la mayoría de estas piezas en otras versiones, tengo la sensación de que, con cada versión, me suenan totalmente diferentes…

Bueno, «totalmente»… Igual es que esas otras veces no las tocaron bien [ríe].

Tiene razón, no me he expresado bien. Lo que quiero decir es que la complejidad –nuevamente– con la que parecen encajar e interaccionar los diferentes elementos que usted emplea en su música hace de ella una música muy plástica, muy dúctil. Las formas siempre son reconocibles, por supuesto, pero mi impresión es que su aspecto muta muy significativamente de unas manos a otras. Lo digo porque, a mi juicio, no se trata de un rasgo demasiado frecuente.

A mí eso me gusta. Siempre me ha gustado. Cuando sucede, me da la sensación de que la obra está viva y que no es un mueble inerte, es decir, que respira de manera diferente en situaciones diferentes. La verdad, no había pensado en ello, pero me alegra que me lo comente, porque sí, sí que percibo lo que quiere decir. A pesar de que trato de escribir con mucho detalle –y a día de hoy utilizo bastante el pincel fino, cosa que no hacía en mis comienzos–, siempre procuro dejar mucho espacio al intérprete para que también pueda tener lugar su interpretación. Simplemente no pretendo tener el control absoluto de lo que hago. Yo disfruto cuando escucho versiones diferentes de mis obras, incluso si éstas no expresan algo exactamente como yo lo concebí, ¿sabe? Obviamente, no se trata de la obra entera ni de un movimiento, pero sí de una cadencia o de un accelerando, o de un subito piano, cosas así.

Por ejemplo, las Tres piezas después de Turia, de 2020 –también presentes en el álbum–, ya han sido interpretadas por al menos cinco pianistas y todos ellos han dejado versiones muy diferentes.

Sí, y a mí me gustan todas, realmente. Cada una aporta su visión de la pieza e, incluso, la personalidad del intérprete, cosa que a mí no me molesta, la verdad. No me molesta cuando se trata simplemente de una personalidad fuerte. El ego, en cambio, sí que me molesta.

Hemos citado piezas muy tempranas como Piedras o …de voz aceitunada, que son obras con las que, a buen seguro, hacía tiempo que no se relacionaba. ¿Qué siente su «yo» de ahora cuando se mira en el reflejo de obras como éstas?

Bueno… Mi «yo» de ahora «acepta» al «yo» de entonces [ríe]. Pero es que la idea de repetirme nunca me ha entusiasmado. Me parecería muy aburrido estar a día de hoy componiendo igual que entonces, del mismo modo que espero no componer igual que hoy dentro de quince o veinte años. Creo que no sería buena señal. Claro, yo no compondría actualmente una obra como Piedras, pero lo entiendo como que, en ese momento, ésa era la obra que tenía que componer. Y gracias a haberla escrito entonces, ahora puedo escribir otras cosas. Mis primeras obras fueron, sobre todo, una reacción contra mi entorno más inmediato. Después ese contexto lo fui ampliando, evidentemente. Por ejemplo, al principio, en esa época de Piedras y …de voz aceitunada, empecé por los extremos «excéntricos», digamos, y poco a poco he ido acabando en una especie de extremos «concéntricos». Tal vez ha sido así porque me interesaba mucho, como reto personal, la idea de introducir la gramática musical histórica. Pienso que lo más fácil es ignorar la historia para hacer algo, digamos… inusual, raro o… es que no me gusta la palabra «original», por eso no quiero decirla. Me resulta mucho más atractiva la idea de partir de lo que otros compositores hicieron en el pasado para, en nuestro contexto actual, decir algo con esas mismas herramientas y que, efectivamente, diga algo de nuestro tiempo. Luego, por supuesto, el resultado puede llegar a ser igual de extraño o único.

Pero eso que menciona sobre la tradición puede que tenga también un componente de «reacción contra su entorno», ¿no cree?

Sí. Y en realidad también lo tiene el uso que hago del flamenco y la música popular española, creo yo. Lo digo por las Tres piezas después de Turia. Es otro aspecto que encuentro muy lógico y sin embargo… Por ejemplo, esta semana se han interpretado las Cuatro miniaturas ibéricas en Austria, y los austriacos piensan que es lo más normal del mundo que yo escriba esas miniaturas. Sin embargo, parece que no era tan lógico cuando las escribí. De mí esperaban que… ¿Sabe lo que quiero decir?

Sí, le sigo.

No estoy intentando justificarme ni defenderme; a mí me da igual. Pero pienso que lo que tiene más sentido es que yo hable castellano, y no que diga algo con acento francés o alemán. Nunca le vi el sentido y sigo sin vérselo. De todos modos, yo escribo la música que quiero escuchar y dejo que los demás escriban el resto. Está bien así.

Volviendo a la cuestión del accidente. Hemos hablado de ello en relación a su proceso creativo, pero este accidente también tiene en su obra una dimensión estética, con todos estos elementos desajustados o que constantemente se encuentran «fuera de lugar». Creo que se trata de un aspecto muy presente en la selección de piezas que incluye el disco. ¿Qué es lo que le atrae de este tipo de materiales?

La verdad… No sabría decirle. Sólo sé que siento una atracción visceral hacia ellos. Cuando veo todos los productos de la era del consumo, tan suaves y tan perfectos, la idea de introducir lo rugoso, lo amorfo, lo desajustado, etcétera, me resulta muy atractiva desde un punto de vista estético. En primer lugar, puede que sea simplemente por llevar la contraria, que es algo que se me da bastante bien [ríe]. Pero también es porque, en el fondo, lo veo como una metáfora o analogía de ciertos aspectos de la sociedad actual. En cualquier caso, yo tengo una cierta predisposición natural a fijarme en lo desajustado. Lo veo por todas partes. Veo un anuncio de una oferta del supermercado y lo analizo desde esa perspectiva. Digamos que tengo esa tendencia a ver «la cara B» de las cosas, como dice Agustín Fernández Mallo.

Es decir, que todo ese mundo descoyuntado y carnavalesco sería una suerte de retrato de nuestra época, ¿no?

Claro, pero es que cuando escuchas a Beethoven también escuchas un retrato de su época, ¿no? O cuando escuchas a Telemann, o a Sibelius… Uno escucha las circunstancias sociales y políticas que vivieron esos compositores. De ahí la importancia de lo que comentaba antes sobre la honestidad. Ya he dicho en alguna otra ocasión que pienso que son pocos los compositores que han sido realmente capaces de dar el salto al siglo XXI. Siempre pongo como ejemplo a Thomas Adès, obviamente, para no hablar de mí mismo, pero se trata de algo que me interesa y me preocupa mucho.

Por otro lado, si bien muy en relación con esta cuestión de lo roto y lo desajustado, hay patente, por su parte, una insistencia en ahondar en la cuestión de la belleza, ¿no es así?

Sí. De hecho, en Taleas oblicuas se ve muy claro. Coexisten ambos mundos: el mundo del desajuste extremo y el mundo –o eso espero– de lo bello. Siempre me ha interesado la unión de contrarios, como ya sabe. Era algo que ya me interesaba en la época de Piedras. El arte, o la música, es una cosa y su contrario, se podría decir. Cuando lo percibes de ese modo, las posibilidades se amplían al infinito. Y yo entiendo la composición como un juego infinito de posibilidades. [Realiza una pausa] Dice Giorgio Agamben, el filósofo italiano, que escribir bien es escribir bello. Creo que lo dice en su ensayo sobre la desnudez, pero no estoy seguro. Me gusta mucho la frase. Porque es verdad que, para que suceda el accidente, uno tiene que «desatender», entre comillas, el controlarlo todo, el escribir bien, pero después… Después sí que creo que es necesaria la búsqueda de esa perfección técnica. Supongo que, como todo, se trata de una cuestión de balances.

Además de que podríamos pensar en distintos tipos de belleza. Y la belleza en la que, con frecuencia, parece ahondar su música es una belleza desfigurada, demacrada o, como usted ha dicho antes, «rugosa». Es decir, que no sería la belleza pulcra, higiénica, perfectamente delineada…

Exacto, exacto. De hecho, a mí me interesan todos los registros de la belleza, tanto la de los objetos cotidianos como esa otra belleza más inusual y «rugosa» que usted cita y que podría encontrarse, por ejemplo, en Wozzeck, de Alban Berg. Creo que ése es mi problema [ríe]. Pienso que cualquiera puede escribir algo bonito; en cambio, escribir algo bueno que contenga belleza es algo más complicado. De todos modos, hablar así de algo tan complejo como la belleza en el arte puede resultar confuso. Necesitaríamos más espacio que el que tenemos aquí.

Hablando de Wozzeck. Leo en las notas del CD que su segunda ópera ya tiene nombre: Enemigo del pueblo. ¿Qué podría adelantarnos sobre ella?

Se trata de una adaptación libre de Àlex Rigola de Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen. Está adaptada con la intención de seguir el original, pero con cierta dosis de abstracción, al no situarla en ninguna época o espacio concreto, para que cualquier espectador pueda sentirse identificado con el mensaje de algún modo. Ibsen escribió Un enemigo del pueblo en el siglo XIX y los problemas siguen siendo los mismos: los intereses particulares versus el bien común, la manipulación de la opinión pública, el atrevimiento de la ignorancia… Lo que me atrajo de esta historia es precisamente que puede suceder en cualquier lugar de nuestro mundo contemporáneo, en el que los intereses del capital se suelen anteponer a la vida y al medio ambiente. Y también que cualquier decisión, venga del lado que venga, tiene sus consecuencias positivas y negativas. Eso me interesaba mucho a nivel personal: huir de los fanatismos. Se podría decir que escribir esta ópera me ha ayudado a no polarizarme en estos tiempos de fanatismos y extremismos radicales.

Hemos hablado de tradición, de belleza, de folclore y, para acabar, de ópera. ¿No cree que el hecho de utilizar hoy el género de la ópera para hablar de temas tan actuales también tiene, en cierta manera, un componente de subversión, de «reacción contra su entorno»?

Sí. Es curioso, porque muchas veces se dice esto de que la ópera ha muerto, ¿no? Que, dicho así, tiene incluso cierto sentido y casi todo el mundo lo acepta de algún modo. Pero yo no creo que la ópera haya muerto. Lo que posiblemente haya muerto, o esté muriendo, es nuestra capacidad de percibirla. A eso me refería con lo de la belleza inusual de Wozzeck. No creo que la ópera haya muerto. A fin de cuentas, forma parte de la necesidad del ser humano de cantar, bailar y contar historias. Y esto es algo que seguramente existe desde el principio de los tiempos.