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Georg Friedrich Haas: «Quiero escribir música que conjure esperanza»

Jesús Castañer
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Publicado originalmente en Scherzo

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En la mañana del último día de los Encuentros de Pamplona 2024, Georg Friedrich Haas (Graz, 1953) comentaba sonriente que había «disfrutado profundamente» de sus días en la capital navarra. «Había estado antes en España, pero no aquí. He pasado unos días maravillosos». Tal y como le sucedió a John Cage en los Encuentros del 72, el descubrimiento de la txalaparta había estimulado la curiosidad del compositor austriaco, quien unas horas más tarde, en el diálogo que mantendría con Mauricio Sotelo allí mismo, en Baluarte, iba a hacer público su interés en escribir algo para el instrumento tradicional vasco. Nada más sentarnos en el sofá del vestíbulo, Haas advierte que llevo bajo el brazo su libro Durch vergiftete Zeiten: Memoiren eines Nazibuben («A través de tiempos envenenados: Memorias de un niño nazi»), de modo que iniciamos la conversación tratando de identificar algunos paralelismos entre la permanencia residual del nazismo en Austria tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y la del franquismo en España tras la muerte del dictador.


Me gusta mucho que comencemos hablando sobre política porque usted ha manifestado en repetidas ocasiones su deseo de que su trabajo como compositor sea percibido como «político». Pero yo quisiera saber, en primer lugar, qué entiende usted exactamente por una música o un arte político.

Todos tenemos un prejuicio y es que pensamos que la música es una especie de construcción abstracta. Pero toda música es política. La política empieza, para mí, con la identidad de la vida y del arte. Le voy a dar un ejemplo no muy conocido —tal vez tendré que publicar algo sobre esto en algún momento—: la última misa de Schubert. Schubert escribió esta misa ocho meses antes de morir. Es sabido que cuando el cura fue a darle la extremaunción, Schubert lo echó de la habitación. Se comprende bien qué implicaba hacer algo así en aquel entonces, ¿no? Entonces, yo me pregunto: ¿cómo una persona que se supone que piensa así puede escribir una gran misa? Quiero decir, cinco años antes de morir, vale, pero, ¿ocho meses antes? Yo estoy plenamente convencido de que la última misa de Schubert es, en realidad, una blasfemia consciente. El Dona nobis pacem tiene una estructura rítmica muy rara. Está claro que no… Y el solo de bajo es también claramente una parodia del cantante, como si fuera un canto gregoriano… [tararea el inicio del Dona nobis pacem] ¡Es una coña! [Ríe] No es Schubert. Y el motivo principal del Credo es la figura retórica barroca del passus duriusculus. El único momento del Credo en el que él está siendo realmente humano y realmente Schubert es en el Et incarnatus est, que es precisamente donde se habla del misterio de la «carne» [con énfasis] de Cristo. ¡Y resulta que Schubert era gay! Lo que quiero decir con esto es que, para mí, la música no es abstracta en absoluto, sino que está profundamente conectada con nuestra vida y con nuestra forma de pensar. Y es en tal medida que es necesariamente política. […] Por otra parte —y esto es algo importante—, todas mis composiciones explícitamente políticas han fracasado como composiciones políticas. in vain, por ejemplo, la escribí contra el Gobierno de ultraderecha que había en Austria en el año 2000 y trata, digamos, del retorno cíclico y siniestro de algo que creía superado completamente. Bien. Pero lo que ocurre es que, musicalmente, esa oscuridad que regresa es bella. Con I can’t breathe sucede exactamente lo mismo: cada vez que se toca, en el programa se indica que es un kadish, que está dedicada a la memoria de Eric Garner, que la manera en que esos intervalos se van estrechando progresivamente hasta alcanzar los decimosextos de tono representa esta cosa de… [se lleva las manos a la garganta, en un gesto de asfixia]. Pero es bella y está cargada de emoción. Y eso es lo que más importa. Yo diría que ése es el problema habitual del arte político: que en cuanto la situación cambia, deja de ser actual. Al final, lo único que es importante es la emoción que está detrás, y no tanto el discurso verbal particular que lo envuelve. Para mí, un ejemplo paradigmático es el Estudio revolucionario de Chopin. Chopin hizo más por la revolución polaca como pianista en París de lo que podría haber hecho como soldado.

Está hablando de política, belleza y emoción como tres aspectos íntimamente interrelacionados. ¿Podría profundizar en torno a cómo entiende y concilia esa relación teniendo en cuenta que la belleza, por ejemplo, tiende a ser considerada —al menos tradicionalmente, o en muchos casos— algo que se situaría más allá de una utilidad o función específica, a diferencia de la política?

Yo lo resumiría diciendo que el Estudio revolucionario de Chopin es bello y emocionante y que, precisamente porque es bello y emocionante, es eficaz políticamente. Además, cuando juntas política, belleza y emoción de esta manera, de pronto emerge una tercera cosa, que es la espiritualidad.

¿A qué se refiere?

Cuando hablo de espiritualidad no me refiero a que yo me sumerjo en la mística y en la religión para escribir, sino a que… Mire, yo vengo de una familia de tradición protestante. En los años sesenta-setenta, la religión era un asunto político. Y la Iglesia estaba muy involucrada en política. Ustedes los españoles saben bien de lo que hablo [ríe]. Pero si entendemos la política como un amor viviente, la espiritualidad es política per se. Por eso pienso que es extremadamente político entender la espiritualidad como algo individual. En el camino que yo emprendí para alejarme de la familia nazi en la que nací, el primer paso que di —y recuerdo que entonces estaba convencidísimo de ello— fue convertirme al catolicismo. Cuando recibí la Sagrada Comunión, sentí muy intensamente que podía y que tenía que olvidarlo todo, todo en cuanto creía y todo lo que sabía de física, de historia, de sociología…, todo fuera, todo fuera, para poder experimentar esa espiritualidad pura. Es decir, digamos que aparté de mí todo lo racional e intelectual para poder sumergirme realmente en el misterio de lo espiritual. Más tarde, sin embargo, fui capaz de encontrar una espiritualidad más personal, desvinculada de cualquier tipo de religión. Hoy ya no soy cristiano. Mi religión es la música. Aquí no tengo nada que olvidar. Porque en el arte y especialmente en la música, la espiritualidad ya va unida a todo eso. Bach, por ejemplo. La Pasión según San Mateo. Construcciones clarísimas. Fugas. Retórica barroca. Y hay un seguimiento perfecto de todas las reglas de la armonía. Todo es absolutamente racional, pero a la vez… ¿qué demonios es eso? [Ríe]. Y ahí está, de nuevo, esa «eficacia» de la que hablaba antes. Cuando escucho la Pasión según San Mateo vuelvo a ser cristiano durante el tiempo que dura la obra. Es decir… [En español] No es «soy», es…

¿«Estoy»?

¡«Estoy»! «Estoy» cristiano. [En alemán] Me encanta la diferencia que hay en español entre «ser» y «estar», que en alemán no existe.

No deja de resultarme llamativo que hable de estas cuestiones en estos términos habiendo crecido usted, como compositor, en un contexto o entorno particular en el cual parece que, de forma más o menos generalizada, se creía en esta división que usted parece no trazar entre, por un lado, la emoción, la belleza o la espiritualidad —cuestiones que entonces eran objeto de un encendido rechazo— y, por otro lado, lo puramente intelectual y racional, o el proceso y la estructura —que era lo que, de algún modo, parecía favorecerse—. ¿Cuál es su perspectiva acerca de esto?

Oh, ¿cuántas horas tengo para contestarle?

Las que quiera.

Yo empezaría diciendo que la emocionalidad es trabajo duro. Y que creo, además, que ésa es la única vía posible. Si sólo te lanzas hacia lo sensible, tienes garantizada una mala música. Tomemos como ejemplo la escultura del David de Miguel Ángel, que es erótica a tope y maravillosa. Estoy convencido de que, mientras él le daba al martillo, ahí no había emoción alguna. Había trabajo duro y preciso. Otro ejemplo: el Viaje de invierno de Schubert, que es quizás una de las obras más bellas y emotivas que se hayan escrito nunca. Al final de Der Wegweiser, la voz repite una misma nota mientras que el piano realiza una armonización que, además de profundamente expresiva, resulta realmente «torcida» para la época, es decir, que se salía del molde habitual. Siempre se pensó que Schubert buscaba intuitivamente este tipo de armonías, hasta que alguien las encontró en un libro de Abbé Vogler, un teórico de la música contemporáneo de Mozart que en aquella época no era tomado muy en serio. Schubert se adueñó de aquello, lo trabajó y lo hizo propio. Y a eso se suma una segunda cosa, también bastante extrema, que son los movimientos cromáticos contrarios alrededor de esa nota que se repite. Es la figura retórica del passus duriusculus, nuevamente. La forma en la que está construido todo es totalmente abstracta y racional, aunque la emoción sea muy fuerte. Con Schubert puede hablarse de una técnica de la emocionalidad. […] Pero vayamos un paso más allá: el Concierto para violín de Alban Berg. Haga una cosa, busque la grabación de Louis Krasner dirigida por Anton Webern. ¡Es totalmente kitsch! [Tararea la parte del último movimiento del concierto en la que suena una cita de la coral Es ist genug, armonizada por Bach, emulando una expresión romántica muy exagerada] Es absolutamente emocional, aun si lo es catastróficamente. Y es así porque Webern fue un compositor muy sentimental. En su caso, racionalidad y emocionalidad no se oponían. Y esto, para mí, ha sido siempre muy importante. Busque también a Peter Stadlen interpretando las Variaciones, op. 27 [de Webern]. Él fue quien hizo el estreno de la pieza. El segundo movimiento no lo consigue resolver bien —las notas están mal, era muy difícil—, pero el primero suena como Brahms. Cuando doy conferencias o clases, suelo poner esta grabación en comparación con la de Glenn Gould, y es que… son dos piezas completamente distintas, de dos siglos diferentes. Esa emocionalidad que tenía Webern es una emocionalidad racional. Y ésa es, por otra parte, la gran tragedia histórica de la Segunda Escuela de Viena: que se cargaron su tradición oral. Yo tuve un profesor, Friedrich Cerha, que estudió con un hombre que había sido discípulo de Webern, [Josef]1 Polnauer. En realidad, este tal Polnauer no se ganaba la vida con la composición, sino que ocupaba un cargo directivo en el Ministerio de Finanzas, pero Cerha se enteró de que había aprendido de Webern y lo buscó para estudiar con él. Cuando [Cerha] fue a [los Cursos de Verano de] Darmstadt, todos le decían: «tú no tienes ni idea de Anton Webern». Pero es realmente absurda la lectura o la interpretación que allí se hacía de su obra. Es absurda porque la música de Webern estaba entonces, en muchos aspectos, tan lejos de aquello como lo estaba la música de Beethoven. Lo que pasa es que sólo se tenían las notas, es decir, no había una tradición oral directa detrás, se había perdido. El gran dilema de nuestra forma de anotar música es que anotamos muy pocos aspectos: tenemos la altura, siempre dentro de una división de la octava en doce notas, tenemos un ritmo, una dinámica… y no tenemos mucho más. Es muy poco en realidad. Entonces… ¡Ah!, otra cosa, otra cosa… [excitado]. ¿Le suena el nombre de Hans Pfitzner?

Sí.

Conservador, súper romántico… Sin embargo, hay documentos que aseguran que Pfitzner dirigía sus propias obras así [realiza un gesto de dirección muy preciso y mecánico, con el semblante serio y sin expresar ninguna emoción]. Si esto lo comparamos con la manera en la que dirigía Webern, uno se da cuenta de que igual Pfitzner no era tan romántico como Webern. En cierta ocasión tuve un debate con Helmut Lachenmann y le dije: «Helmut, tú eres el último romántico» [ríe]. Y es verdad, ¿no? Porque una parte importante del Romanticismo, a diferencia del Clasicismo, siempre ha consistido en la curiosidad por lo nuevo, por lo desconocido.

Ahora que hace mención a esa dimensión de «lo desconocido», me gustaría decirle que me ha sorprendido muy gratamente encontrar en su libro el nombre de John Cage. Y es algo que me llama especialmente la atención porque desde hace tiempo vengo constatando que son muchos los compositores quienes, incluso cuando sus trabajos están —al menos en apariencia— muy alejados estética e incluso conceptualmente de la música de Cage, coinciden con usted en citarlo como una influencia absolutamente decisiva en distintos aspectos y momentos de sus vidas, tanto a nivel profesional como personal. De todo cuanto usted absorbió de Cage, ¿qué considera que fue lo más importante?

Para mí, lo fundamental con respecto a Cage fue percatarme de esa conciencia suya que decía «mi arte es mi vida» y que se afirmaba en que estaba bien que fuera así. Es decir, lo más importante fue percibir la confianza absoluta que él tenía en sí mismo, la capacidad que tenía de reconocer que era correcto hacer lo que él hacía, de ir a por ello. De joven, me encantaba tocar sus Sonatas e interludios, y en el instituto también interpreté una vez —no se me va a olvidar nunca— Imaginary Landscape nº 4, para doce radios. En cierto modo, practicar la dirección con aquellos aparatos me cambió la forma de pensar, porque se trata de estructuras de tiempo clarísimas, pero no tienes ni idea de qué va a ocurrir, o si va a ocurrir algo siquiera. […] Tampoco me voy a olvidar nunca de otra cosa. Sucedió en Darmstadt. Cuatro horas de música de Cage. Yo estaba sentado en una especie de galería elevada y justo debajo de mí estaba sentado él. A su izquierda se encontraba [Friedrich] Hommel, el director [de los Cursos de Verano de Darmstadt], y a su derecha, su mujer. A las dos horas, el señor y la señora Hommel estaban ya realmente nerviosos. Pero Cage estaba… [abre ampliamente los brazos y los eleva, sonriendo] como un niño en Navidad. […] Mire… Me encanta Cage, me encanta Schubert, y yo creo que —¡de los dos, eh!— se escucha mucho en mi música. Es decir, casi nada [ríe]. Puede que mi música, en la superficie, no tenga mucho que ver con Schubert o con Cage. Quizás con el tiempo.

¿Podría contarme algo acerca de algún proyecto que haya finalizado recientemente o de algún otro que tenga en el horizonte?

En lo que más voy a trabajar el año que viene es en un estreno que tendrá lugar en abril de 2026 de la mano de la Orquesta de la Universidad de Columbia. Se trata de una pieza orquestal de unos veinticinco minutos que será, a su vez, la obertura de un gran proyecto operístico en el que voy a estar trabajando durante los próximos quince años. Bueno, en realidad serán tres óperas imbricadas entre sí, con una duración total de entre ocho y nueve horas. No voy a aceptar ningún encargo porque quiero trabajar de forma muy minuciosa y consciente los aspectos visuales de la obra. La música de esta obertura, por ejemplo, va a ser muy estática y tranquila, mientras que, sobre ella, el ritmo visual será: ¡pa, pa, pa! [realiza unos gestos rápidos con las manos simulando unos fogonazos de luz]. Todo eso va a estar totalmente anotado en la partitura, naturalmente. Pero ahora mismo, tal y como está el mundo de la ópera, no hay posibilidad de que un proyecto así tenga acogida. No sé si llegaré a verlo completo en vida, pero en cualquier caso la obertura seguro que sí. […] Eso en cuanto a lo que está por venir. En cuanto a lo otro que me pregunta, lo último que he escrito es una pieza para el conjunto Meitar, de Tel Aviv, titulada Die schwache Kraft («La fuerza débil»).

¿Por qué ese título?

Se trata de una cita doble: de un lado, es una alusión a Walter Benjamin, el pensador, y, de otro lado, es un término que proviene del ámbito de la física de partículas. Obviamente, yo no entiendo nada de física de partículas, es decir, no podría explicar qué es exactamente eso de la «fuerza débil» de manera precisa, pero lo importante es que esa fuerza, aun operando a una escala tan pequeña que no la podemos ni tan siquiera imaginar, es responsable de que, por ejemplo, en el Sol, un elemento químico como el hidrógeno se fusione para formar helio, liberando así toda esa energía que después nos llega a la Tierra. Es decir, estamos hablando de que la energía del Sol y toda vida que tiene lugar bajo éste en la Tierra dependen directamente de esa fuerza que es débil pero muy eficaz. Retomando la cuestión del arte político: yo pienso que el arte en general y la música en particular son realmente fuerzas débiles. No es casualidad que todos los regímenes autoritarios —los nazis, los estalinistas, los estados fundamentalistas— siempre hayan ido en contra del arte moderno. Persiguen y criminalizan el arte y a los artistas porque en el fondo saben lo peligrosos que somos.

Imagino que la situación actual en Israel y Palestina le tocará sensiblemente.

Sí, estoy muy, muy preocupado con ese conflicto, porque no hago más que pensar que el Estado de Israel como tal no existiría si no hubiese existido esta gente [señala el libro Durch vergiftete Zeiten: Memoiren eines Nazibuben, que ahora está sobre la mesa]. Es decir, siento que mi abuelo es culpable directo de todo esto que está pasando. Sin embargo, realmente… Entiendo la solidaridad de España con Palestina, por supuesto, pero lo que realmente echo de menos es que hubiera asimismo una igualmente clara y manifiesta solidaridad con esa parte de la sociedad israelí que siempre ha luchado por la tolerancia y que están en una fortísima oposición al fascismo de Netanyahu. Esta gente se encuentra ahora en una situación terrible, porque los han dejado tan solos… Sin embargo, es en esa oposición que existe dentro de Israel donde se encuentra la única llave para la paz. No en Hamás, y tampoco en Hezbolá.

Recuerdo ahora que en una nota al programa que usted mismo escribió para su obra Was mir Beethoven erzählt, de 2020, decía algo así como que, al igual que la música de Beethoven había sobrevivido a su enfermedad, la humanidad también sobreviviría a las enfermedades del presente. Sobre estas «enfermedades del presente», como la que acaba de comentar, ¿es usted, entonces, optimista?

Está bien que me lo pregunte, porque en los últimos quince años ha habido un cambio profundo en mí. De joven tenía muchas dudas sobre el mundo y sobre mí mismo, de modo que en mis obras más tempranas trabajaba conscientemente con ese dolor. in vain, por ejemplo, es una pieza muy oscura. Es un círculo vicioso. Hoy, en cambio, quiero escribir música que conjure esperanza. Igual esto tiene un poco de superstición, pero cuando escribí mi ópera Die schöne Wunde («La bella herida») estaba muy atormentado. Yo he tardado mucho en encontrar mi suerte en la vida, ¿sabe? Entonces tenía tres matrimonios fallidos a mis espaldas. Pero me dije: «Tengo que hacer algo para cambiar esto». De modo que escribí, al final de la ópera, una especie de visión utópica: imaginé una pareja que envejecía junta y que, además, era capaz de compartir ese amor con los demás. Diez años después, cumplí sesenta años y encontré a la mujer de mi vida, Mollena, con la que ya llevo otros diez años casado felizmente. Creo que lo que hice con aquella ópera fue un conjuro mágico. Y por eso quiero conjurar esperanza con mi música ahora. Creo que vivimos tiempos en los que necesitamos esperanza.

Footnotes

  1. En la conversación, G. F. Haas lo llama «Siegfried» Polnauer, pero el nombre correcto debe ser «Josef» Polnauer (1888-1969), un musicólogo y profesor de música austriaco que a lo largo de su vida tuvo diversos empleos no relacionados con la música en el sector público, incluyendo el que menciona Haas tras la Segunda Guerra Mundial.