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«¿Quién es el enemigo del pueblo?»

Jesús Castañer
Imagen de cabecera

Publicado originalmente en Scherzo

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Siempre nos han llamado la atención la facilidad y la inmediatez con las que todo aquel que se asoma a Un enemigo del pueblo, caiga del lado que caiga, tiende a alinearse sin reservas con los reclamos del honorable doctor Stockmann, sin reparar en las barbaridades que llega a pronunciar ni en la violencia moral con que trata de imponer su verdad. Y desde luego que nos saca una pequeña sonrisa la ironía de que, en la entusiasta publicitación de este estreno, se haya repetido el fenómeno con total exactitud. La genialidad de Ibsen —y lo que explica en parte su intemporalidad— reside, precisamente, en que lo deja todo en tierra de nadie. «¿Quién es el enemigo del pueblo?», preguntaban algunos medios al compositor hace unos días. Bueno; ése es justamente uno de los logros más notables de la ópera: haber sabido salvaguardar sus interrogantes de la infantil contraposición moral entre «buenos» y «malos», y ofrecer, en su lugar, una mirada más compleja y matizada —en el fondo, más humana— sobre sus personajes y las causas particulares que los impulsan a actuar de la forma en que lo hacen. Personajes que no son, por cierto, héroes ni villanos ni criaturas mitológicas, sino hijos de cualquier vecino, en los que cualquiera de nosotros podría, de un modo u otro, reconocerse.

Se trataba de la segunda incursión de Francisco Coll en el género operístico y la primera de gran formato, de manera que cabía esperar distancias notorias respecto del paisaje fragmentario y camerístico de Café Kafka. No fue difícil advertir en Enemigo del pueblo una arquitectura narrativa más sólida y menos apresurada que la de su precoz predecesora, cimentada aquí en un trabajo armónico ya muy desarrollado, en un uso extraordinariamente rico de los colores de la orquesta y el coro, y, sobre todo, en un profundo y maduradísimo sentido dramático, a través del cual Coll ha sabido retratar magistralmente el progresivo endurecimiento emocional de los personajes, a menudo expuestos a ridiculizaciones musicales que dejaban al descubierto la polarización de sus posiciones o la ingenuidad de sus propias convicciones.

Coll contaba, además, con el respaldo de un reducido pero preparadísimo plantel de solistas que entendió sin problemas la idea y que, incluso en los papeles secundarios —cerca de ser tan demandantes como los principales—, resolvió con rara naturalidad sus nada fáciles exigencias. Así lo acreditó, sin ir más lejos, la magnífica evolución dada al doctor por el siempre sólido y completísimo José Antonio López, quien fue desfigurando de manera muy paulatina su emisión firme y segura hacia un timbre cada vez más áspero, descuidado y, finalmente, violento, conforme su personaje iba viéndose acorralado. Lo mismo puede decirse del alcalde —en la garganta extensa y también dúctil de Moisés Marín—, quien, en su empeño por denunciar los «excesos» y la «locura» de su hermano, acababa precipitándose febrilmente en una serie de saltos vertiginosos hacia y desde el registro sobreagudo, todos ellos resueltos con impecable seguridad y sin artificios. Excelente estuvo también Brenda Rae, como Petra, con unos agudos y un fiato asombrosamente bien calibrados, que fueron lo que sin duda le permitió adueñarse de un papel, si bien algo menos comprometido en el plano psicológico que el de sus coprotagonistas, desde luego sí jalonado de torsiones extremas de carácter, dinámica y registro.

Todo el discurso musical era acompañado en escena por una lenta crepuscularización del espacio —una propuesta, la de Àlex Rigola, sobria pero efectiva—, que acabó tiñéndose por completo de un rojo intenso durante el segundo acto. En el tramo último, la cosa parecía abrirse a una suerte de amanecer incipiente, coincidiendo con un aria de gran belleza en la que el doctor y su hija, cogidos de la mano, imaginaban para el balneario un nuevo destino sostenido en la verdad, la empatía y el amor. Quizá no esté de más señalar que, aun con toda la calidez humana que irradiaban estos últimos compases, Enemigo del pueblo dista mucho de presentarse como una ópera optimista o esperanzadora. La tristeza subyacente era más que palpable y, de hecho, la posibilidad real de materializar la utopía proyectada resultaba, francamente, muy dudosa. Bajo la superficie, la música tenía un color en realidad tan gris y entumecido como el abismo que ya tan sólo quedaba tras las dunas. Un gris, en fin, muy parecido a aquél que, más allá de las abstracciones vacías y tramposas con que suele revestirse el texto de Ibsen, seguro acabará impregnando nuestra realidad social más inmediata: la de un «pueblo» en el que tantísimas personas, cargadas de muchas certezas y pocas dudas, pretenden tener siempre y a cualquier precio la razón. Incluso cuando tales convicciones exigen el sacrificio de un conciudadano, de un amor, de un hermano o de una hija.