[Richard Baker: The Tyranny Of Fun]

Publicado originalmente en Scherzo
En lo concerniente a la escritura, a veces compensa ser un animal lento: masticar pausadamente todo cuanto se quiere decir, aun si el espacio y el tiempo dedicados a ello, que son también los de la soledad de quien escribe, no se acompasan adecuadamente con el marchar del mundo. El de Richard Baker ha sido, tal vez por coyunturas, pero sin duda afortunadamente, uno de esos caminos. La aparición tardía —a sus 52 años— de su álbum debut, condensando en apenas una hora un periodo que abarca la práctica totalidad de su trayectoria como compositor hasta la fecha, en el fondo no ha hecho sino favorecer para todos, acaso incluso para él mismo, la posibilidad de «respirar» mejor, en sincronía, con el pulso interno de su proceso de maduración artística. Gracias a que en sus obras recientes todo parece más consciente y cuidadosamente medido, la unidad de las tendencias contradictorias y de las asociaciones aparentemente irracionales de su música resulta mucho más fácil de rastrear. Así, parece claro que su distintiva crudeza expresiva, esto es, su estética deliberadamente tosca, desaseada y residual, por momentos incluso trivial o kitsch, ha ido convirtiéndose poco a poco para él en un asunto «muy serio». Por supuesto, nada tiene esto que ver con un abandono de su humor y ludicidad característicos, sino más bien con la forma en que esas «zonas huecas» de su imaginario, otrora más susceptibles a una lectura en clave de desapego o ironía crítica, se han ido revelando transparentemente como espacios de genuina intimidad.
Cuando la caja de música de Crank, con la que se abre el disco, reaparece espontáneamente al final de éste, en Hwyl Fawr Ffrindiau, el sentido del recorrido se vuelve evidente. De alguna manera es como si Baker confesara, siguiendo a Duras: «He necesitado treinta años para escribir lo que acabo de decir».