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¿Y (el) ahora qué?

Sobre el retorno del «espíritu» de los Encuentros de Pamplona
Jesús Castañer
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Publicado originalmente en Scherzo

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Maldito es el destino de augures y profetas, que en su soberbia por arrogarse el futuro, por querer mirar de forma ilícita demasiado lejos, han hecho de su pecho las espaldas1. No nos es un fenómeno raro, precisamente: reducidos, como estamos, a la más miserable de las pobrezas culturales y espirituales, la multiplicación incesante de las fantasmagorías parece un fenómeno inevitable; diría incluso deseable, en cierto modo, si no fuera porque, lejos de sus vertientes más líricas y generativas, tiende a darse con mayor frecuencia en su peor deriva: la de la nostalgia formal.

Debe decirse, desde ya, que el dilatado proceso de «resurrección» de los Encuentros de Pamplona —exitosamente consumado, según parece, con su «bienalización» efectiva en la presente edición de 2024— no ha terminado por ser sino, desgraciadamente, otra manifestación más de la «necrofilia» cultural, ya hegemónica más que crónica, en la que llevamos décadas empantanados. La cacareada llamada a «traer de vuelta su espíritu», lejos de haber logrado problematizar o revitalizar algunos de los componentes críticos y disruptivos de aquel extraordinario «experimento», más bien parece haber sido, de hecho, un intento de exorcizarlos: si a algo remite esa clama es, una vez más, al eco de una conciencia culpable, de una «deuda» no saldada a la que se pretendería dar carpetazo y silenciar, por fin, de manera definitiva. En el fondo, la pregunta que articula y recorre todo esto, lo sabemos, no es otra que la de la «trágica» —y traumática— discontinuidad del evento: ¿qué podría haber sido Pamplona o, incluso, dónde estaría España hoy si no hubiéramos traicionado entonces aquel futuro que parecía tan cercano? Si ha habido un leitmotiv atravesando todas y cada una de las conversaciones que han ido construyéndose en torno al recuerdo —también construido— de los Encuentros, es que aquello fue, más que nada, y acaso únicamente, una decepción, un sueño frustrado en un momento en el que el horizonte de un mundo mejor no sólo parecía posible, sino también muy próximo. Desde la distancia de la que hoy disponemos, sin embargo, resulta evidente —acaso más de lo que ya parecía serlo en la última década del siglo pasado— que lo único y verdaderamente decepcionante y traumático en este asunto poco tiene que ver con la presión de aquel franquismo muriente —resultan realmente desconcertantes las declaraciones que hizo hace unos años Prada Poole al respecto2— o con la muy variada y colorida instrumentalización ideológica de la que se dice que el proyecto fue víctima —encabezadas por las acciones terroristas de ETA que terminaron con el mecenazgo de los Huarte y, por tanto, con la continuidad inmediata del evento—, sino que se trataría de algo a encontrar en la ya larga «tradición» de la muy difícil relación que han mantenido posteriormente las políticas izquierdistas en este país hacia las artes experimentales; esa misma izquierda institucional que, inquietantemente propensa a sostener posturas sobre el arte de nueva creación a menudo más casposas y retrógradas que sus «adversarios» conservadores, apenas ha sido capaz de producir algo medianamente comparable a aquello —en cuanto a divisas y dimensiones— en los casi cincuenta años de democracia que le sucedieron. Como observaba hace unos años el compositor Andrés Lewin-Richter, participante en aquellos Encuentros: «Cuando se murió Franco, corrió el lema aquí de que “Contra Franco vivíamos mejor”. […] Porque de pronto se vio que no había cambiado gran cosa»3.

Acaso por causa de ese «trauma», quienes en aquellos años depositaron grandes expectativas en el progreso y en su propia capacidad de materializar los futuros deseados hace tiempo que vienen denunciando, en la saturación cultural actual y en el reciclaje estéril de viejas formas familiares, la evidencia más clara del agotamiento o la «pérdida» definitiva de todo horizonte (de sentido), más aún de la posibilidad misma de imaginación; el ya-no-más de aquel «latir utópico» que alguna vez habría impulsado una búsqueda insaciable de la novedad, del shock, de otras posibles cartografías. Así, viviríamos hoy, según parece, en un presente eternizado, por demasiado instalado en lo inmediato, por excesivamente fragmentado, por receloso e indiferente hacia cualquier proyecto de construcción de nuevas narrativas, valores comunes y verdades últimas, en las cuales ya no confiaría. Sin embargo, el diagnóstico es tramposo, sin duda, pues esconde, no sin un punto de perversidad, que la impotencia que hoy sentimos no refiere a la pérdida de ningún horizonte, mucho menos de la capacidad misma de imaginar, sino a la inviabilidad o inoperancia de la imaginación para encarnarse y tomar forma en un contexto en el que dicho horizonte aún pervive, por supuesto, en una forma fantasmal, en la letánica esperanza de poder continuar midiendo todo cuanto es vivo en relación a un muy cuestionable sentido de la cultura que se teje con vínculos estrechos, armoniosos e irrompibles, y que sobre todo se da a sí misma en sus instituciones, valga decir en sus símbolos, mitos y relatos unificadores4. La cuestión de la pérdida —también la del futuro o los futuros otros— no deja de ser, en el fondo, una cuestión de nostalgia: «Los valores que se echan en falta son los viejos valores, aquellos que han quedado inservibles cuando el mundo al que correspondían ha dejado de ser creíble o simplemente ha dejado de funcionar»5. Como es manifiesto, por ejemplo, en el caso de Bifo: «Mi generación creció en la cumbre de esta temporalidad mitológica, y es muy difícil, quizás imposible, deshacerme de ella y mirar la realidad sin este tipo de lentes temporales. Nunca seré capaz de vivir según la nueva realidad»6. Es patente que el viejo mundo, con sus presupuestos, categorías sensibles y, también, horizontes «perdidos», no nos comprende —no nos contiene, quiero decir— en muchos aspectos y, sin embargo, seguimos empeñados en creer en él. Por eso mismo, cada vez resulta más inevitable, especialmente para quienes ya nacimos o crecimos en el seno del desencanto, en la distopía total, sentir que muchas de las «llamadas» recientes a «rearticular» —precisemos: «resucitar»— un espacio de cultura por medio de la reanudación de ciertas formas y procesos de democratización y de progreso —como las que llegan, sin ir más lejos, desde las dos últimas ediciones de los nuevos Encuentros—, si bien podrían sonar, en el mejor de los casos, a poco más que a un tierno paternalismo, en realidad no estarían siendo solidarias sino con el uso enmascarado de su poder. No importa si la propuesta es restaurar los viejos «espectros» o reemplazarlos por otros nuevos: hace demasiado que este discurso parece ser «el medio más seguro» para los extenuados, para quienes sienten haber perdido para siempre la «fiesta», «para dejar proliferar y amenazar más en avanzada aquello de lo cual se quería permanecer impune»7; como si se tratara de una forma de vivir, diríamos aquí, con Derrida, en una «gozosa velada fúnebre» del «fin de fiesta del arte experimental»8.

Si es éste el «espíritu» que hoy se pretende «ontologizar», nos corresponde, cuanto menos, adoptar una cierta cautela, si no trazar una firme y frontal oposición que no puede comenzar sino por «interrogar», parafraseando a Jean-Luc Nancy, «esta dislocación del sentido que supuestamente constituye la experiencia en la cual los tiempos posmodernos se han engendrado»9. Se da por supuesta la pérdida, en primer lugar, pero qué duda cabe, a estas alturas, de que tras ella no se halla otra cosa que el mito de La Pérdida, valga decir la gran narrativa que se ha hecho de El Fin de las Grandes Narrativas. Y de su mano, por supuesto, su culto. Si fuera cierto lo primero, a saber, que el fracaso del proyecto moderno nos condujo a un estadio completamente desarticulado y nihilista, sin horizontes, donde se habría producido la suspensión de todo sentido, criterio y posibilidad de mediación —«anything goes», que dijo Feyerabend—, tal vez habría aún esperanza: más aún, ya estaríamos compartiendo felizmente ese vacío sin ninguna pretensión de colmatarlo. Contra esta percepción más o menos asentada, sin embargo, pienso —y lo digo con total convicción, pues es algo que me resulta obvio— que vivimos una vida que es toda ella, de los pies a la cabeza, representación, ficción, mitología: una vida fundamentalmente teleológica —si no directamente teológica—, «adeudada», excesivamente presciente; constantemente proyectada en abstracciones, horizontes y virtualidades de todo tipo que son aceptados, con frecuencia, de forma pasiva y acrítica; una vida deserotizada, similar a sí misma, tendente sobremanera al delirio cartográfico y al prematuro encorsetamiento y clausura a cal y canto de sujetos y sensibilidades en torno a géneros, categorías, símbolos, temáticas, programas, agendas, biografías, trayectorias, profesiones, especialidades, promesas —las siempre jóvenes promesas—, brands, eslóganes y otras pantallas identitarias bien herméticas —fácilmente monitorizables, ponderables y, por tanto, predecibles— contra las cuales la imaginación, en última instancia, se vería —y se ve— enfermiza y agresivamente obligada a batirse, no restando apenas espacio para la conjunción y constitución de nada. Más bien parece que el movimiento hubiera sido el contrario del que se acusa, tal y como si nos hubiera sido cancelada lentamente la propia posibilidad de «ontologizarnos», de hacernos presentes en la vida que pasa. Acaso a lo que señale el «presentismo» que sentimos sea, en fin, a que hoy vivimos tiempos sin presente, esto es, sin «presencia», sin lugar. Lo que más bien parece es que la imaginación no pudiera estar viva, presente, sino tristemente condenada a permanecer dislocada tras el fantasma que hemos hecho de su pérdida; incapaz, finalmente, de narrarse.

Tal vez, pues, el único «retorno» que se nos impone hoy, en la urgencia de «reavivar» la imaginación, no sea otro que el del joven Bastian en La historia interminable: un retorno radical, esto es, a la raíz, al único y verdadero ausente y, también, paradójica máxima razón de nuestra endémica desmemoria: el presente. Como sabemos, los Encuentros fueron diseñados «como un medio para conocer, vivir y pertenecer al presente propio en contraposición a lo que ocurría, según De Pablo y Alexanco, en la gran mayoría de actividades culturales que se organizan en el mundo, que concebían la cultura como un culto al “pasado”»10. Trataban de combatir, así, el inmovilismo y la inercia a las que entendían que estaban sometidos el público y los jóvenes artistas españoles como meros receptores pasivos de la cultura, reivindicando para sí un papel activo, propositivo e iniciático como agentes creadores de la misma. Por supuesto, tal cosa no habría de traducirse, de ningún modo, en un rechazo al pasado o a la tradición, en la rotura de todo lazo conectivo, como tampoco se pretendía con aquello favorecer la «ruina del arte», como llegó a decirse entonces de las acciones de Zaj11. Muy al contrario, si algo se buscó con aquello fue, precisamente, librar al arte de su ruina, esto es, de su petrificación, de su culto (mítico), de sus espectros; sustraerlo temporalmente de su logos, precisamente tratando de permitir el acceso a algo tan simple y tan difícil —no entraremos aquí a valorar las evidentes limitaciones y paradojas de la premisa, particularmente en las circunstancias sociopolíticas en las cuales se desarrollaba, pero también considerando las muestras de censura que se dieron incluso por parte de los propios organizadores— como es una expresión más o menos desinhibida y autónoma de «una parcela viva del aquí y ahora», abierta al descubrimiento, a la participación libre, al juego, a la emergencia espontánea de lo inesperado, sin demasiadas ataduras —«tomen 1.000 dólares y vengan a Pamplona a hacer lo que quieran»—, aun sin «solidarizarse» con todo lo presentado12 y, por supuesto, plenamente conscientes de las muy variadas y difícilmente previsibles consecuencias que con toda seguridad aquello generaría tanto en el terreno de lo estético cuanto en el de lo político.

Puede que nuestra impotencia actual sea de una naturaleza no tan distinta a la de entonces, después de todo y pese a todas las apariencias. En medio de toda esta desorientación, si hay algo útil que podamos extraer del recuerdo de aquellos «revulsivos» Encuentros, «más allá del mito, la fiesta, los vericuetos, vetos y problemas»13, pienso que tal vez podría ser la comprensión de que, si el deseo es genuinamente «re-encontrarnos», es decir, «re-emplazarnos», dotar a nuestro hacer artístico y cultural de un lugar propio, singular, colectivo y fértil, la primera tarea no puede ser otra que despejar el horizonte, la coordenada y el límite que se hallan tanto detrás cuanto delante de nosotros; suspender el logos y el telos: extraviarlo todo, ahora sí, deliberada y conscientemente, atreviéndonos a desembarazarnos de los espectros del entusiasmo prospectivo y de la fe que lo difieren y deslocalizan todo, pero también de esa «melancolía de los futuros perdidos» que es, también ella, «ruina del arte» y «arte de la ruina» y que, como en toda época, se pliega sobre la mirada autoindulgente de un sí-mismo alucinado, libre de culpa. «Pasar de los fantasmas de la fe a los espectros de la razón es solamente ser trasladado de celda», nos enseña Pessoa. «El arte, si nos libera de los abstractos ídolos de costumbre, también nos libera de las ideas generosas y de las preocupaciones sociales —ídolos también»14. En realidad, es exactamente esta forma de pasión la que constituye lo experimental: su intensidad es la renuncia, el abandono, el espaciado: se opone al desplazamiento indefinido de la pasión creadora y la arrastra hacia el presente, esto es, propiamente la radica, la «emplaza», la dota de un espacio y un tiempo concretos. Si el arte y la vida han de entrelazarse indisolublemente, como reclamaban las vanguardias, y especialmente si aún queda en el arte algún poder de transformación política, por modesto que éste sea, es preciso comprender que el arte sólo «se hace presente en la vida como proceso, e intentar pretender encajarlo en la dinámica del proyecto» —término tan malentendido en muchas prácticas artísticas contemporáneas, incluso en aquéllas que se consideran experimentales— «lo desnaturaliza». El proyecto «implica una regulación estratégica, una planificación específica en tiempo y recursos, planeada con claridad y eficacia para la obtención de un objetivo establecido y concreto»15. Pero la imaginación raramente puede cuando se encuentra sujeta a programas y objetivos muy concretos, particularmente si éstos son los de otro. La imaginación puede, no debe. Su racionalidad precede a la moral, al comprender: más aún, es su prerrequisito. Por eso es política: porque juega. Porque rebasa lo necesario. Porque es opaca e inoperante: jamás se cierra en una forma definitiva.

Si hay un «espíritu» que recuperar, insisto, creo que habría de ser éste: el de una escritura desmitificada, degenerada, desobrada, presente, autónoma, bárbara y libre, allende planteamientos y líneas estéticas particulares. Una escritura sin telos. Que se piense y sea, pero desde la acción creativa: que vaya siendo. Que se dé y se viva en el «encuentro». Que se concrete en la duda, en la sospecha, el error, la tentativa, la intuición y el presentimiento. A la deriva. Que sea primero acción, gesto, flujo y empiria, excedente energético, Eros y tal vez mezcla caótica. Una escritura sin tregua, que rehúya la paz y las «llamadas a la concordia». Insurrecta, rebelde, nunca revolucionaria. Que permanezca siempre abierta a lo desconocido, «a cuanto venga»16, sin otra pauta o programa que el de reevaluar y replantear continuamente, en cada una de las contingencias que se le presenten, en cada uno de los límites que inevitablemente genere, su propia autonomía. Con Maillard: «situarse allí», en el estadio previo a la comunicación, «es absolutamente necesario cuando la razón lógica se ha adueñado del panorama cultural y espiritual» hasta el punto de destilar todos los aspectos de la vida en su phantasma17. Cualquier receta que no pase por abrazar tal radicalismo, aun con todas sus restricciones, equivale a prolongar la anestesia general en la que llevamos ya, particularmente por aquí, demasiado tiempo «engorilados». Quizá la cosa pase, en fin, por plantear las cosas «a lo gordo», por citar a De Pablo, pero en este preciso sentido: el de la apertura y el desbordamiento, el de favorecer que las cosas no salgan conforme a lo planeado, antes bien que el del desarrollo de más bienales y festivales de presupuestos hiperbólicos —«excelente cuando la exaltación de una efeméride justifica grandes presupuestos supeditados principalmente a otros intereses no artísticos»18, ¿no es cierto?— que, francamente, no tienen ya sentido alguno, salvo el permitir a los periodistas pasar unas buenas vacaciones19.

Parece claro que la necesidad de articular un (nuevo) sentido es, todavía, la sombra que pesa en contra del propio deseo de hallar uno. Tal vez la salida a esta vida «necrofílica», si es que la hay, se encuentre en permitirnos, ya sea por una vez, «caminar sin ritmo», como los Fremen, desacompasados, «para evitar atraer a los gusanos».

Footnotes

  1. Dante Alighieri, Comedia, Infierno: Canto XX.

  2. “Imagínate una bienal pagada toda entera por una familia, no por el Ayuntamiento. Y se lo cargaron… No lo entendí nunca. Fue una maniobra del franquismo. Aunque Franco no había muerto todavía, estaba debilitado, y el franquismo estaba presionando para seguir con el poder. Los Encuentros de Pamplona eran una cosa que se les iba de las manos ya que no lo manejaba el Ayuntamiento”. Prada Poole, “Si el franquismo no se hubiera cargado los Encuentros del 72, Pamplona sería un eje cultural como Venecia”, por Idoia de Carlos, Noticias de Navarra, 10 de marzo de 2015.

  3. Gregorio García Karman, «“Nosotros acabamos llamándolo una ‘dicta-blanda’”. An interview with Andrés Lewin-Richter» (Madrid: Universidad Autónoma de Madrid, 2013), p. 24.

  4. Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada.

  5. Chantal Maillard, La razón estética (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2021), p. 20.

  6. Franco “Bifo” Berardi, Después del futuro. Desde el futurismo al cyberpunk. El agotamiento de la modernidad (Enclave de libros, 2014).

  7. Jean-Luc Nancy, op. cit.

  8. José Díaz Cuyás (ed.), Encuentros de Pamplona 1972: fin de fiesta del arte experimental (Madrid: Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2009).

  9. Jean-Luc Nancy, op. cit.

  10. Silvia Sádaba Cipriain, Encuentros 1972 Pamplona. Una revisión en perspectiva (Pamplona: Ayuntamiento de Pamplona, 2022), p. 80.

  11. Juan Pedro Quiñonero, “Zaj es una ruina”, Informaciones, 6 julio de 1972.

  12. “[…] hemos procurado ser objetivos con nuestro momento. No nos solidarizamos con todo lo presentado: nos ha bastado un nivel de seriedad, responsabilidad y el saber que lo que se vea o se oiga es producto de una parcela viva del aquí y ahora”. Alea, Encuentros 1972 Pamplona (Madrid: Alea, 1972).

  13. Llorenç Barber, “Sé que hay cosas (Reflexiones/comentarios a los 50 años de los Encuentros de Pamplona-72)”, Mundoclasico.com, 28 de octubre de 2022.

  14. Fernando Pessoa, Libro del desasosiego (Barcelona: Acantilado, 2013).

  15. Isidro López Aparicio, Arte político y compromiso social. El Arte como transformación creativa de conflictos (Murcia: CENDEAC, 2016), p. 55.

  16. Silvia Sádaba Cipriain, op. cit., p. 81.

  17. Chantal Maillard, op. cit., p. 25.

  18. Isidro López Aparicio, op. cit., pp. 73-77.

  19. Sylvano Bussotti, en Javier Ruiz y Fernando Huici (eds.), La comedia del arte. (En torno a los Encuentros de Pamplona) (Madrid: Editora Nacional, 1974).